jueves, 20 de agosto de 2009

CARTA DE UNA MADRE Y ABUELA

A diferencia de los 70, sobre los que hay un solido consenso social acerca de quiénes fueron los genocidas y quiénes las víctimas, el caso Cromañón se vuelve complejo y confuso: hay quienes culpan a la banda, a quienes encendieron las bengalas, a las mismas víctimas, a Omar Chabán, al Gobierno de la Ciudad… Son muchos grises, pocos blancos y negros, y por eso algunos padres se sienten desbordados ante tanta incertidumbre. En principio, los familiares de las víctimas tienen que tener la tranquilidad de que estamos en períodos constitucionales, en los que hay una justicia que seguramente hay que apurar y empujar, pero la hay. Son escuchados, son recibidos por el gobierno, no los tratan como locos que reclaman lo que no hay.

Esa es, para mí, la gran diferencia: que las terribles, dolorosas e inaceptables muertes de estos hijos se producen en un marco democrático con garantías institucionales. Nadie va a revivir a sus muertos, desde luego, pero van tener, al menos, un sepultura a la que llevar flores, cosa que la mayoría de las Madres y las Abuelas no tenemos. Y si bien el dolor es el mismo, un lugar real donde llorarlos nos ofrece otra forma de relacionarnos con él.

Los muertos de los 70 y los muertos de Cromañón se parecen en algo: todos eran jóvenes, y aún debían construirse un futuro. Luego, las diferencias generacionales son profundas. Antes los chicos se casaban a los 18 años y todos sus proyectos de vida estaban enfocados hacia el otro, hacia el pobre, el excluido, el compañero. Laurita, mi hija, que desapareció el 26 de noviembre de 1977 y recién pudimos encontrar sus restos ochos años después, vendió todos sus regalitos de oro que recibió a los 15 para ayudar con el dinero a sus compañeros de militancia. Eran chicos que hablaban de sus sueños y los ponían en práctica. Y sabían que se venía una masacre, sabían que podían morir y eso no los intimidó. Era una época en la que el país aún les daba oportunidades. Hoy, los chicos no se casan, no tienen perspectivas, el país no les da nada. Les faltan referentes morales. Ellos, nuestros jóvenes de hoy, los necesitan y no los encuentran.

La tragedia de Cromañón afectó a toda la sociedad argentina, eso es indudable. Inmediatamente las Abuelas nos solidarizamos con los familiares, estuvimos en las marchas y pusimos a disposición nuestro servicio de asistencia psicológica. También recibimos a una delegación de familiares que vino en su momento. Hicimos lo que pudimos porque sabemos muy bien lo que significa perder un hijo, ese pedazo del cuerpo y del alma que se nos va para siempre.

En ese sentido nos preocupó mucho, después, ver que los jóvenes tenían dudas sobre cómo expresar su dolor, a veces recurriendo a la violencia, a veces escuchando a ciertos abogados que los incentivaban a hacer demandas apuradas… en fin. Nosotros sabemos más que nadie que la justicia no tiene los tiempos que uno quiere, llevamos veintiocho años de eso.

El 1° de agosto, después de un acto casi académico, a la salida del Encuentro Internacional de Derechos Humanos, recibí una agresión por parte de algunos padres que perdieron hijos en Cromañón. Me tiraron huevos, me insultaron, atacaron el auto donde yo viajaba. El dolor de ese agravio lo voy a llevar mientras viva, sólo esperaba algo así de los militares, de los asesinos de nuestros hijos.

En un principio estaba convencida de iniciar acciones legales porque lo que me hicieron fue un delito. Luego, uno de los agresores, el señor Righi, comenzó a llamar a la casa de las Abuelas y pidió disculpas. Decidimos recibirlos y entonces vino un grupo de los más agresivos: me explicaron su dolor, su angustia, me dijeron que se sentían defraudados y explicaron que me agredieron porque yo había firmado una solicitada de apoyo a Aníbal Ibarra: allí me dolió más todavía, porque encontré gente que estaba buscando al enemigo en el amigo. En primero lugar, yo soy dueña de firmar lo que quiera. Y por otro lado yo no defiendo a Ibarra, sino el proceso democrático. Yo no defiendo ni a un funcionario ni a un partido político; si ese funcionario debe ser condenado, que lo sea, pero por el camino de las instituciones.

Vinieron los padres y quedamos en caminar juntos, en no agredirnos y yo formulé un pedido muy especial: que no repitan esa actitud con nadie más.

Me preguntan sobre el Estado terrorista de los 70 y el Estado negligente de Cromañón… La verdad es que el Estado es el pueblo, el Estado somos nosotros. Hay una cosa que debemos aprender: el pueblo tiene que dejar de mirar a sus gobiernos para empezar a volverse parte de ellos. La actitud dominante en la Argentina es pasiva, contemplativa, y eso sucede porque no tenemos cultura democrática. Tenemos apenas un par de décadas de democracia sostenida, y no hemos aprendido aún a vivir del todo democráticamente. Siempre estamos esperando que los otros, los gobiernos, los dirigentes, hagan todo, pero también nosotros, el pueblo soberano, tenemos que participar y brindar soluciones. Lo voy a poner más claro: yo tengo 74 años, nací con un golpe militar, y me quedé mirando. Yo vi las muertes del 55, y no salí a la calle, no salí a combatir a esos genocidas. Si lo hubiera hecho, tal vez en el 76 los nuevos genocidas que llegaron no me hubieran matado una hija, no me hubieran desaparecido a Guido, el nieto que aún busco.

Por Estela B. de Carlotto

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